Julian Baggini, escritor y editor de The Philosopher’s Magazine, ha quemado su Encyclopædia Britannica. Literalmente. Un acto de sacrilegio, amor y «arte» al mismo tiempo.

Lo explica en un largo texto titulado: «Bibliocide».  «They were mouldy, unread and long out of date. So why did I feel so bad about burning my Britannicas?«, se pregunta.

Si ya no la usaba y estaba destrozada, en cajas llenas de humedad, ¿qué más da? Pero da, porque la Britannica es algo más que libros, algo más que una enciclopedia. Es el símbolo de una época, de un pasado , de una forma de entender la vida y la educación. Es el símbolo del conocimiento.

También algo obsoleto, lento, molesto. Ocupa espacio y no se actualiza. Con Internet, ya no hace falta. Las grandes han dejado de publicarse en papel. Y el desinterés es tan grande que las bibliotecas a las que quiso donarla no la querían. Tampoco los libreros de viejo. Ya no sirve para nada.

Desde 1768-1771, cuando nació con apenas tres vólúmenes, hasta 2011, cuando se publicó su última edición, con 32 volúmenes, todo el saber estuvo allí. Miles de autores, 30.000 páginas, 44 millones de palabras que condensaron antaño la sabiduría occidental.

También, un modelo cerrado, opaco, caro y elitista de educación.

«Britannica stood for a time when access to information was limited, and largely determined by money. The magnificence of the collection was deeply connected to the fact that they were exclusive, expensively produced objects«.

Su final es triste, pero al mismo tiempo, quizás, esperanzador. «What is more, the end of the print encyclopædia also signals the end of ossified knowledge in authoritative texts that were revised only every decade or so. Although they went through various editions, encyclopædias belong to a time when knowledge was owned by a handful of established authorities, who decided not only what was true but what deserved to be ennobled by its inclusion«.

Tiene razón Baggini. También cuando asegura, advirtiendo sobre el relativismo, que «A related but more ambiguous shift has been the decline of respect for experts. It’s hard to say which is worse: an excessive deference to a small cultural elite or a hubbub of cyber-chatter in which everyone feels not only entitled to an opinion but to a grateful audience for it«.

La Britannica era el objeto de deseo de las clases medias. Y por ello, su destrucción, dice el autor, es un insulto sobre todo para los padres. Los padres de gente como él mismo que»sacrificaron tanto para el beneficio de la educación de sus hijos». Porque «In the pre-digital world, the Encyclopædia Britannica was a very expensive investment, one that few working and lower-middle class families could afford to buy outright».

Eran familias que querían un futuro mejor para sus hijos. «Most families who signed up to the ‘book a month payment plan’ were really buying a promise of a better life for their children, one that the advertising for the encyclopædias relentlessly reiterated. For years, this was captured in the simple three-word slogan that gave its name to a free no-obligation brochure: ‘The Britannica Advantage’.

Pero víctimas también del marketing (uno muy bueno), de la presión social, de las ganas de prosperar por la vía más rápida. ¿Qué clase de padres negarían a sus hijos la oportunidad de tener una ventaja?

La Britannica era maravillosa. En la edición, los textos, el lenguaje. Se podía respirar la tradición y el respeto. Yo tuve en casa una Larousse. La pedí por Navidad con 14 años y recuerdo perfectamente el día que llegó. La elección de la estantería, el colocar uno a uno los volúmenes en orden. Abrir con cuidado cada uno encontrando sin buscar, perdiéndome en el índice y saltando de uno a otro en un caótico orden.

Durante años aprendí muchísimo de esa enciclopedia. Pasé muchísimas tardes leyendo al azar, e hice decenas de trabajos para el colegio. Como los haría después en la facultad con la Historia de España de Menénez Pidal que fui reuniendo, uno a uno, con los años.

La pregunta clave es. ¿Realmente hacía falta la Britannica? ¿Hacía falta una Larousse? ¿Me hacía falta? Baggini, divido por la lealtad y la pasión por un lado, y la razón por el otro, en el fondo cree que no.

«The sad truth is that most families who stretched their finances to the limit for the sake of a set of encyclopædias would have been better off spending half that money or less on books with beginnings, middles and ends that children might actually read. In many homes, by sheer weight and volume, encyclopædia sets often added up to more than all the other books in the house put together. While they were the most admired volumes on the shelf, they were also the least read».

Recuerdo un poco a una célebre escena de El indomable Will Hunting, en la que el protagonista, un genio salvaje y macarra encarnado por Matt Damon, humilla en un bar a un estudiante pijo de Harvard que cita pomposamente a historiadores canónicos que conoce superficiamente para avergonzar a uno de sus amigos.

Tras dejarlo por los suelos con nombres, títulos y datos, Hunting, macho alfa, le espeta: «Lo más triste de todo es que dentro de cincuenta años empezarás a pensar por ti mismo y te darás cuenta de que sólo hay dos verdades en la vida: una, que los pedantes sobran, y dos, que has tirado 150.000 pavos en una puta educación que te hubiera costado un dólar y medio por los retrasos en la biblioteca pública».

Will Hunting es el bueno, el que gana la pelea, el que lleva razón. Pero en el fondo, los padres de todos los niños piensan un poco como el pijo de Harvard cuando responde «Sí, pero yo tendré un título, y tú servirás patatas fritas a mis hijos cuando paremos a comer, antes de ir a esquiar».

Nadie quiere que sus hijos sean los que sirven las patatas fritas a los pijos. Por eso triunfó la Enciclopaedia Britannica.

Bueno, y porque era maravillosa. Hoy, tanto mi Larousse como la Historia de España están en casa de mis padres, y no creo que salgan de allí durante mucho tiempo. Llevo años sin abrirlas. Pero las echo de menos cada día.

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