Sobre el capitalismo, antes y después de Weber, se ha dicho mucho, muchísimo. Sin embargo, sobre su historia, sus orígenes y desarrollo no se ha escrito tanto. Y la mayoría de las veces, de hecho, los que han teorizado han sido sus principales adversarios.
Al menos hasta ahora. En los departamentos de Historia de las universidades estadounidenses el tema está de moda, y hay unas cuantas publicaciones recientes o en camino. La Universidad de Harvard ha creado un Program on the Study of Capitalism. La Universidad de Columbia o la Universidad de Georgia ya los tenían.
El principal rival teórico del capitalismo ha sido el socialismo, en cualquiera de sus diferentes variantes. Desde el inicio de la crisis se ha hablado del aumento las ventas de El Capital y otras obras de Marx. En España y en Alemania.
Pero para algunos, además de cosmovisiones diferentes y enfrentadas, capitalismo y socialismo han sido en algunos momentos complementarias de alguna forma.
Hace unos días, Eric Rauchway publicaba en The Times Literary Supplement una estupenda reseña sobre el último y prometedor libro de Benn Steil titulada How the Soviets saved capitalism. La obra reflexiona sobre el papel de Harry Dexter White, funcionario norteamericano de alto nivel que ayudó a configurar el sistema de Bretton Woods (que «salvó y prolongó el capitalismo») y que, además, fue un importantísimo espía soviético.
El propio Steil tiene en el último número de Foreign Affairs un extraordinario y largo perfil sobre él titulado Red White. Why a Founding Father of Postwar Capitalism Spied for the Soviets.
Al capitalismo siempre le han salido novias, y durante las últimas décadas han aparecido teorías de lo más variopintas. Seymour Martin Lipset y Gary Marks resumieron hace una década cómo, a su juicio, Franklin Delano Rooselvet lo había salvado cooptando a la izquierda norteamericana y «evitando una revolución socialista».
Y lo hizo (ejem) ¡en tan solo ocho días! Y (ejem) con el New Deal.
Quizás fue la democracia. O el socialismo, pero a la Obama. O John Maynard Keynes, como también sostiene Stiglitz. Los hay que apuntan a un pacifista, metodista y canadiense como J.S. Woodsworth. O a Elizabeth Warren (bueno, en ese caso es ella misma la que lo piensa).
Otros, más rebuscados, apuntan a la izquierda en general, por poco o mal organizada que estuviera en Occidente (pues ayudó a regular, limitar y corregir sus contradicciones). O a la clase trabajadora.
Otros, Piden consejo a Marx, conceden crédito a ¡Lenin! e incluso a Stalin [God Bless You, Joe Stalin: The Man Who Saved Capitalism] por obligar a EEUU a esforzarse e innovar para ser una superpotencia.
Los clásicos, como Stephen Moore, prefieren en cambio agradecer sus esfuerzos a Milton Friedman, el hombre que logró devolver la popularidad al libre mercado en el siglo XX. James Freeman va en la misma dirección.
Pese a todo, hay economistas de prestigio, y poco sospechosos, que quieren salvar al capitalismo de los capitalistas. (Aquí un resumen) y aquí Roubini.
Y algunos menos conocidos que lo quieren salvar de los más ricos. Anatole Kaletsky tiene algunas ideas sobre un futuro en el que «the state intervenes more in finance and macro-economics, but less in the new “commanding heights” of education, health and pensions«.
En El Cato lo que tienen claro es que no serán los políticos los que lo salven. Y su alguien lo consigue, serán los propios capitalistas.
Los más orginales de todo, sin embargo, le dan las gracias a actores totalmente inesperados. Recientemente, a los crackers de Internet.
Y en la época clásica de estudio, la de cerca de hace un siglo, al whisky. Sí, whisky, pues «cuando EE UU abolió la ‘ley seca’ para recaudar impuestos, muchos bancos en quiebra se convirtieron en bares».
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Este post es una edición editada y alargada de la Crítica de Ideas que aparece publicada hoy domingo en la edición en papel de Mercados, el suplemento económico del diario El Mundo.