Uno de los grandes debates teóricos en el periodismo (teórico, porque en el día a día, poco se ve en las redacciones) es el que se refiere al uso de las fuentes anónimas en los artículos. A nadie le gustan las fuentes anónimas (mi amigo Domingo Soriano empezó una cruzada hace tiempo, porque lo ve como el principal cáncer de la profesión). Queda realmente mal poner «fuentes cercanas», «fuentes conocedoras», «desde el entorno del xxx», pero es algo no sólo habitual, sino que probablemente va a más con el paso del tiempo y los cambios de formato y los medios.

¿Por qué? Pues porque cada vez más personas comprenden las dinámicas de la relación entre el poder, en cualquiera de sus variantes, y los medios de comunicación. Y cada vez más participan de él, directa o indirectamente y activa o pasivamente. Y, claro está, cada vez hay menos periodistas en cada medio y menos recursos y tiempo. Ya no tenemos la sartén por el mango.

Hoy en día es muy habitual que tanto desde empresas como de organismos públicos, a todos los niveles, te cuenten y te permitan contar cosas sólo a cambio del anonimato. Muchas veces de formas o por razones que rozan el esperpento y el ridículo.

En EEUU son especialmente conscientes de esta situación. Allí, los grandes medios clásicos, sobre el papel al menos (no pun intended), detestan el uso de las fuentes anónimas. The New York Times o el Washington Post, de forma recurrente, diagnostican el problema y prometen curas (vía David Cabo). Pero es algo realmente complicado. Muchas personas, las fuentes más delicadas, sólo aceptan hablar desde el anonimato. Es de lo más razonable. Porque se juegan mucho y porque, no nos engañemos, se fían poco de los periodistas. Y eso es todavía más razonable.

Pero dicho eso, es cierto que en incontables ocasiones se usa de forma absurda. Citamos fuentes anónimas para casos y cosas realmente irrelevantes, O incluso participando, sin querer, en su juego interesado de poder.

Pues bien, Margaret Sullivan, Public Editor del New York Times (una mezcla entre defensora del lector y pepito grillo del diario, cuyo blog es de lectura obligada para periodistas) ha dicho basta, Y como tiene una mala leche importante, y un mandato generoso de sus jefes, ha decidido usar el blog para denunciar el uso de fuentes anónimas. Y más cuando clame al cielo.

Lo explica en un post titulado Introducing ‘AnonyWatch’: Tracking Nameless Quotations in The Times, en el que arremete contra dos de sus periodistas en casos muy concretos. Y le pregunta a su jefe qué opina (en ambos casos dice que fue un error publicarlo). En un caso porque se trata de un ataque desde el amparo del anonimato. En otro, porque un piloto sin identificar decía algo polémico y conspiranoico.

Sullivan es bastante cañera. Levanta alfombras, denuncia malas prácticas, difunde las críticas que le hacen llegar los lectores y va a la redacción a preguntar a la cara a los jefes y a los curritos por qué han hecho o permitido algo. Y eso no es algo fácil. El trabajo de Public Editor, o de Ombudsman o Defensor del Lector, bien hecho, provoca muchísimas ampollas. Nosotros, en El Mundo, tuvimos durante un tiempo a Arcadi Espada haciendo algo así en un blog llamado El Mundo por Dentro. Y no (nos) gustó demasiado. No es agradable que te den cera, que te corrijan, increpen o incluso ridiculicen. Ni la condescendencia.

Pero diría que es necesaria. Un medio que utiliza la crítica para mejorar, aunque duela a veces, demuestra madurez. No alguien que únicamente sirva para lavar la cara y hacer un trabajo a medias desde el corporativismo. 

Tenemos que asumir, que en el futuro cercano, va a ser una parte inseparable de nuestro trabajo. Las redes sociales, sobre todo las que permiten interacción directa con el firmante de una noticia, ya empiezan a jugar un papel en ese sentido (aquí apunté alguna idea al respectoa, a partir del último punto). Pero seguramente algo profesional sea mejor y necesario. Josu Mezo en Malaprensa o La Libreta de Van Gaal lo hacen (y muy bien) desde fuera.

Por eso muchas veces es visto como recelo y genera reacciones defensivas. Estamos muy acostumbrados a decirle a todo el mundo cómo debe hacer su trabajo (empresarios, políticos, árbitros), pero soportamos fatal que nos muestren que no sabemos hacer el nuestro.

Con la publicidad en crisis. El formato en crisis. La confianza en crisis. Los sueldos en crisis. Las alternativas en crisis. El prestigio en crisis. Y la moral por los suelos, hacer las cosas bien es indispensable. Hagas lo que hagas, por profesional y riguroso que seas, siempre habrá 100.000 personas que crean que eres un ignorante, un partidista, un inútil o un hijo de puta. O todas a la vez. Con eso hay que lidiar cada día, y si no puedes, es mejor buscar otro trabajo.

No existe el periodista perfecto. Te vas a equivocar y la vas a cagar. Te la van a colar. Te vas a comer algo gordo un día que estés enfermo o distraído. Lo que no podemos permitirnos es la fatal  arrogancia. Y todavía no queremos entenderlo y aceptarlo.

Un buen TL no es el que te aplaude cada crónica o te llena de babas cada columna. No sirve para que suba tu ego o tu popularidad. Ni para hacer marca. Un buen timeline sirve para darte cuenta cada día de lo poquísimo que sabes, de la prudencia que debes tener y de que el mundo está lleno de gente muchísimo más lista y preparada que tú. No son tus enemigos, sino tus aliados.

Tenemos dos opciones. Renegar, hacernos los locos y mirar para otro lado. Insultar, arremeter y trolear (o ser troleados) o descolgar el teléfono, hacer dos preguntas, y evitarnos quedar como  cretinos al día siguiente. El respeto cuesta meses o años ganártelo y apenas un tuit o una crónica perezosa perderlo para siempre.

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