Temer si dee di sole quelle cose
c’hanno potenza di fare altrui male;
de l’altre no, ché non son paurose.
Hubo una época en que me dio miedo volar. Llevo década y media moviéndome en avión por el mundo con regularidad y frecuencia. Distancias cortas y muy largas. Compañías de bandera y cafeteras de países sospechosos. Nunca me había pasado ni me ha vuelto a pasar desde entonces. Pero hubo una época en la que me dio miedo volar. O mejor dicho, me dio miedo despegar.
Estaba tranquilo en casa. Y al llegar al aeropuerto. En la cola de facturación y en la cola para embarcar. Estaba tranquilo al sentarme y al abrocharme el cinturón. Pero en los pocos minutos que llevan desde que se empiezan a mover las ruedas hasta que el piloto recoge el tren de aterrizaje lo pasaba mal.
No fatal, es cierto. No tenía pánico, sino inquietud, y nunca dejé de coger un avión. Pero me sudaban las manos, la frente, se aceleraba un poco el corazón y tenía que dejar de leer, o intentar concentrarme en leer más fuerte. Era una sensación muy desagradable que desaparecía, casi automáticamente, cuando el aparato llegaba a los 30.000 pies.
Nunca he entendido exactamente qué pasó. No recuerdo cuándo fue la primera vez, ni la última. Qué pensé al principio ni si sentí un alivio cuando desapareció la angustia. Pero sí sé que tenía que ver con ella.
Todo se había terminado, oficialmente y oficiosamente, pero algo quedaba. Bueno, quedaba mucho, porque durante más de un año, aunque mirara, no veía absolutamente a nadie más. Ella estaba a miles de kilómetros. Y yo también para el resto del mundo.
Mi cerebro, por primera vez, no estaba en mi equipo, ni me guiaba ni orientaba. La razón luchaba contra la confusión. Y perdía. Por eso, supongo, empecé a escribir esos mensajes en el móvil.
Eran cortos, magnánimos, directos. Recuerdo perfectamente el viejo Nokia y la carpeta. No había reproches, ni peros. No había grandes discursos ni coelhadas. Sólo una idea, con diferentes palabras cada vez y el mismo destinatario: ‘te quiero, siempre te he querido y te querré, sé feliz’.
Ángela, piloto, me decía que el despegue era una maniobra arriesgada, aunque el aterrizaje también, quizás más. A mí me daba igual. Mi cabeza había interiorizado que si el avión tenía problemas durante el vuelo o durante el aterrizaje tendría tiempo para reaccionar. Era absurdo, claro, pero me tranquilizaba creerlo.
Pero pensaba, me asustaba, que si algo fallaba durante el despegue no tendría tiempo de coger el teléfono, encenderlo, escribir el mensaje y mandarlo. Y eso me angustiaba, me encogía y notaba la tensión en la base del estómago, hasta el dolor.
Todo podía acabar en segundos, y podía soportarlo. Pero quería, necesitaba, que si todo iba a acabar ese mensaje llegara a su destino. Así que los dejaba preparados. En la bandeja de salida, pero sin su nombre. No quería errores tontos o darle al botón en un tropiezo y liarla.
Quería tener el mensaje listo para poder despedirme en cuestión de segundos. No quería irme, desaparecer para siempre, sin que supiera que lo último que pensé fue en ella, pero sobre todo que la seguía queriendo como siempre, independientemente del tiempo y lo ocurrido. Quería que supiera que había sido el alfa y sería el omega, y que deseaba más que nada su felicidad.
Se convirtió en un ritual. Esperaba hasta estar sentado en mi fila, siempre en el pasillo. Por comodidad, pero también para poder sacar rápido del bolsillo el móvil si hacía falta, sin obstáculos a los dos lados. Abría los mensajes y esbozaba, durante cinco minutos, el texto. Minimalista, tierno. Un poco cabrón, porque nadie se merece recibir un mensaje así del pasado que le joda el futuro, aunque sea sólo un instante.
Durante la maniobra el móvil se quedaba en el bolsillo, sujeto. Apagado, pero todo listo para poder conectarlo y enviar en cuestión de segundos. O, en el peor de los casos, soñaba, para que si algo terrible pasaba y no había cobertura, los investigadores lo encontraran encendido y con el mensaje listo para ella.
Entonces, como ahora, me asustaba más no poder despedirme que morir. Es algo que sólo me pasa(ba) en los aviones. Y después de cada accidente, cuando leo o veo las noticias, es lo único en lo que puedo pensar. En los ocho minutos. En el silencio.
Hubo una época en la que me dio miedo volar. En la que me dio miedo sentirme atrapado para siempre. En la que me aterrorizaba bloquearme y no poder decir adiós. Hubo una época en la que tuve miedo. Y de volar también.
Lo más triste es ese sentimiento de orfandad en que dejamos a la gente que nos quiere… y la angustia de no poder decir adiós.
Yo llegué a escribir una carta entera una vez que me fui de viaje. La dejé escondida en un cajón en casa de mis padres para que la encontraran más adelante.
Parece que todos tenemos esa necesidad.
No suelo viajar mucho pero en mi caso el relato ha conseguido transmitirme esa angustia que verdaderamente produce el miedo a volar…
Y una frase que me ha gustado: «No había grandes discursos ni coelhadas» Felicidades por el artículo :)
Hablas en pasado, se te pasó? Me pasa lo mismo…
Me ha gustado mucho leer este post y también los comentarios. En mi caso, nunca he tenido miedo a volar, y no entiendo muy bien el motivo, porque cuando ocurre algún siniestro como el de Germanwings me suele impresionar mucho. Quizá lo que realmente me da miedo es tener que escribir esos mensajes de despedida. Lo que tenga que ocurrir, ocurrirá, así es que prefiero aceptar el riesgo que entraña subir a un avión sin pensar en las posibles consecuencias. Otra cosa es hacer un viaje en helicóptero por una zona montañosa y avecinándose mal tiempo. En ese caso, sería casi imposible dominar el miedo.