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En 1945, Isaiah Berlin, filósofo e historiador de las ideas, acababa de llegar a Moscú como primer secretario de la Embajada británica. Berlin, nacido en Letonia en 1909, se exilió con su familia a Inglaterra tras la Revolución de 1917, y acabó convirtiéndose en uno de los pensadores más respetado de la segunda mitad del siglo XX.
Recién acaba la Guerra, durante una visita a Leningrado y estando en una librería, Berlin entablo conversación con un hombre que miraba unos ejemplares gastados de poesía. Resultó ser Vladimir Orlov, célebre crítico literario. Hablaron, rieron, intercambiaron historias sobre amigos comunes, sobre autores y anécdotas. Y al rato, un nombre, un nombre que cambiaría para siempre su historia, salió de los labios de Orlov: Ana Ajmátova.
Ajmatova, una de las poetas más reverenciadas de Rusia, de la URSS, era una amenaza. Durante más de 20 años fue perseguida, acosada e insultada por los hombres de Lenin y Stalin. «La monja puta», como la llamaba Koba, vio morir a su marido y tuvo que sufrir cuando su hijo era encerrado una y otra vez y pasaba años en prisión. Se le prohibió publicar y trabajar. Su casa, fría, pequeña, compartida, estaba controlada y sus vecinos informaban de todos sus pasos. Tuvo que quemar sus obras y vivir de la caridad de sus amigos. Tuvo, incluso, que escribir una oda al «padrecito» para mantener a su amado Lev con vida. Pero resistió, sobrevivió y se hizo grande.
Era una figura colosal, respetada. Políglota y traductora, esposa de historiadores y astrólogos, era dueña de un ruso elegante, cuidado, refinado, culto. De una memoria prodigiosa. De un valor enorme, tanto como para publicar una obra como Requiem, sobre el terror que había visto, que veía.
Ajmátova tenía una mirada única que hacía temer a los matarifes del Partido Comunista, que ante el asedio nazi se vieron obligados a sacarla hacia el Este muy a su pesar.
Ajmátova, amada por Pasternak o Modigliani, querida por Gorodetsky o Brodski e íntima de Nadezhda Mandelshtam, no sólo había logrado sobrevivir, sino que vivía a pocas manzanas de la librería donde Berlin pasaba la mañana.
Prácticamente el único recuerdo material que Ajmátova conservó tras las purgas y el acoso, tras la guerra y la pobreza. Muy diferente del retrato maravilloso de Natan Altman, limpio, luminoso. Una figura elegante, relajada, atractiva que es como siempre recuerdo yo a la escritora.
Al poco, Randolph, el hijo de Churchill, periodista, apareció por el barrio en busca de Berlin, y antes de que la presencia de ambos pudieron comprometer a Ajmátova, el profesor, ahora metido a diplomático, se fue corriendo. Pocas horas después, sin embargo, regresó, y no salió del apartamento hasta bien entrada la mañana.
Berlin ha contado su versión, sus recuerdos, en Meetings with Russian Writers en Personal Impressions. Michael Ignatieff ha relatado de forma extraordinariamente hermosa el episodio en su célebre biografía del pensador. Y hay decenas de artículos, historias y monografías que lo evocan, por ser uno de los episodios más llamativos de la historia cultural de la Guerra Fría. Hay incluso una opera, con libretto de Jonathan Levy, sobre la noche.
Una «agnación» a la que Gyorgy Dalos dedicó un ensayo entero titulado «The Guest From The Future: Anna Akhmatova and Isaiah Berlin«, que reseñó magníficamente Christopher Hitchens en la LRB hace más de 15 años. De hecho, la reseña se centra más en la biografía y en el personaje, dando muchísima caña a su respetado protagonista, pero eso uno de los textos más brutales que conozco y que explican quién era de verdad Hitchens, por qué se convirtió en una leyenda y por qué le tenían tanto respeto.
Orlando Figes, en El baile de Natacha«, evoca esa noche del 20 de noviembre de 1945 así: «hablaron sobre literatura rusa, sobre la soledad y el aislamiento que ella padecía. Y sobre los amigos del mundo desaparecido de San Petesburgo, el de antes de la Revolución». Y su libro está plagado de detalles de la vida y el sufrimiento atroz de Ajmátova, que 20 años después, sola y triste, murió de un ataque al corazón
Pero por unas horas, en esa gélida noche, todo fue perfecto. Fue una de esas noches mágicas en la que no pararon de hablar ni para ir al baño, fuera de las habitaciones, porque salir al pasillo habría roto el encanto, la conexión. Hablaron de libros, de significados, de amor y de de exilio. Físico el de él, interno el de ella. Se pelearon por Turgenev y Dostoievsky y se reconciliaron con Pushkin y Chejov, por una Europa en la que nunca coincidieron, por un mundo que nunca compartieron.
Lloraron hablando, lloraron recitando, lloraron recordando y lloraron juntos pensando en lo que fue y pudo ser. Llorando por todo lo que era.
Los detalles exactos de todo lo que pasó nunca se sabrán. Muchos amigos comunes, pese al desmentido, siempre dieron por hecho que la comunión entre ambos fue algo más que mental. Como dice Ignatieff, cualquier ruso que haya leído los textos de Ajmátova no puede pensar que no yacieron. Pero en realidad es algo que importa absolutamente nada.
Let it be lettered in flame translated into air to be printed and reprinted anytime anywhere
under roof or under stars on the one press that survives the listeners the watchers the searchers with their knives
Berlin volvió a Inglaterra y se convirtió en un mito. Ella, que ya lo era, nunca se recuperó del todo de ese encuentro con un cosmopolita 20 años más joven, que cuando la conoció nunca había leído su obra, pero acabó siendo su mejor embajador. Sea como fuere, pasara lo que pasara esa noche, el recuerdo que dejó en la poetisa quedó plasmado en uno de sus trabajos más hermosos, en los textos de Cinque.
Arden los sonidos en el éter y el alba se agazapa en la sombra Para siempre, en el mundo enmudecido sólo quedan dos voces: la tuya y la mía Y bajo el viento de invisibles Ladogas casi a través de un sonido de campana en un ligero brillo de arcoiris cruzados se convirtió el diálogo nocturno
Fue una noche única, mágica, irrepetible. La atmósfera que lograron esas horas, la confianza que se volcaron, no volvió a producirse. Berlin quiso volver a visitarla años después, pero ella, que temía por su seguridad, más mental y emocional que física, no aceptó. Se encontraron en Oxford dos décadas después, pero fue algo frío, doloroso, casi hiriente.
La intimidad es algo que normalmente sólo se consigue tras años de relación, sacrificio, de trabajo, de confianza. Pero la intimidad perfecta se da, a veces, con un desconocido, cuando todo es tan difícil pero parece tan sencillo. Cuando las barreras y el peligro son tan grandes que la única forma de actuar es desnudarse de inmediato y no pensar, no dudar, no mentir.
Cuando la recompensa es pequeña, pero la emoción enorme. Cuando no hay juicios ni prejuicios. Cuando no hay reproches, sino miradas. Cuando no te une nada, y por eso te une todo. Cuando no nos asusta el mañana porque olvidamos el ayer y el hoy. Cuando arden los sonidos en el éter y el alba se agazapa en la sombra.
«(…) legados a este punto, habrán advertido que les he venido a hablar de un tipo de libro. De un tipo específico de libro. Lo apuntaba hace un momento, de aquel tipo de los que me han acompañado a lo largo de toda la vida.
Son aquellos libros que hacen nuestro mundo poéticamente habitable (y entiendo por poesía lo que nos acerca a lo nuclear y primigenio, y a algunos auténticos movimientos de la psique que no han podido ser jamás descritos complexivamente en los manuales de psicología), que nos lo describen y nos lo explican, el mundo, digo, colocándonos en el lugar próximo y feliz. Pienso en el libro, en gran medida, que abraza, sin abarcarlo del todo, el mundo entero. Quizás me acuerde en este momento de Dante, quien, después de su fatigoso periplo por el mundo de ultratumba, tras haber sufrido un sinfín de penalidades y haber pasado por terribles peligros, entreve a Dios al final de su periplo y su poema, ya situado en el Paraíso. Dice que ve “encuadernado con amor en un volumen, aquello que en el universo está desencuadernado”, es decir, que ve en forma de libro lo que en el universo son solamente pliegos sueltos. Algo así, por cierto, hace el editor. Me gustaría pensar que lo hace también con amor».
El delicioso texto de Jaume Vallcorba sobre la labor del editor y su amor por los libros, aquí: «La pasión del editor«.
Nel suo profondo vidi che s’interna, legato con amore in un volume, ciò che per l’universo si squaderna
En cambio, a mí Vallcorba, Acantilado, lo que me evocan es otra estrofa, esta vez del Inferno. Es de mi canto preferido, uno que me aprendí de memoria en el colegio en una curiosa apuesta con un profesor magnífico. Es el XXVI, el de Ulises. y su famosa «orazion picciola«.
«O frati,» dissi, «che per cento milia perigli siete giunti a l’occidente, a questa tanto picciola vigilia
d’i nostri sensi ch’è del rimanente non vogliate negar l’esperïenza, di retro al sol, del mondo sanza gente.
Considerate la vostra semenza: fatti non foste a viver come bruti, ma per seguir virtute e canoscenza«.
Ulises cuenta que ni el afecto por su hijo, ni la ternura por su madre, ni el apor por Penélope «vincer potero dentro a me l’ardore ch’i’ ebbi a divenir del mondo esperto e de li vizi umani e del valore».
Las ganas de aventura, de explorar, de conocer mundo. De vivir, de experimentar, de sentir. De empujar a sus ‘hermanos’ un paso más allá, a lo desconocido, a los confines del mundo entre miles de peligros. Esa pasión, esa quemazón interior, es el motor del ser humano,
Pporque no hemos sido hechos para vivir como brutos, como animales, sino para buscar, para perseguir, la virtud y el conocimiento.
La noticia suena disparatada, absurda. Es el DailyMail. No sé si es cierta, pero da pie para recomendar un excelente libro: “El pequeño guardia rojo“, de Wenguang Huang, publicado en español por Libros del Asteroide.
Wenguang, periodista, escritor y profesor, vive en EEUU, pero nació en 1965 en Xi’an. En El pequeño guardia rojo cuenta su historia, la de su familia, la historia de la ciudad, de China, en los años de la Revolución Cultural. Es la crónica de un niño que crece en una familia normal, con dos padres muy trabajadores, una hermana y una abuela. Con una situación económica muy justa, a ratos desesperanda. en un momento de cambio para el país.
Hay muchas formas de narrar algo así. Wenguang nos cuenta China a través de los miedos de su abuela, una anciana que cuando el niño cuenta con apenas nueve años empieza a obsesionarse con la muerte. No por morir en sí (que en parte, y pese a su entereza, también). Sino precisamente por no poder ser enterrada.
Es la China de los últimos años de Mao, donde la tierra es necesaria y no se puede perder espacio con tonterías burguesas y antirevolucionarias como los cementerios. El Partido no lo aprueba. Todos los muertos deben ser incinerados. Pero a Abuela le aterroriza, le atormenta la idea, y presiona a su hijo para que le prometa que cuando muera la llevará al pueblo para poder descansar en paz.
El pequeño guardían rojo no es una novela, ni una biografía. Son unas memorias particulares. Literariamente no son brillantes, ni lo pretenden. Pero el relato, cargado de humor, es fascinante.
Por un lado, el verdadero sentir de los chinos rurales, visto a través de las ideas, mitos y supersticiones de Abuela y sus vecinos. Las decenas de tradiciones no revolucionarias ni comunistas. Las ceremonias, la astrología, la simbología. La preparación en función de costumbres antiguas de todo lo que tiene que ver con la muerte, pero también con la vida. Todo mal cubierto por el asfixiante manto de la doctrina, del partido. Del miedo. Miedo al Partido, al Estado, a los vecinos, a los jefes. A ser delatados. A delatar. A no poder alimentar a los tuyos. Miedo a la aleatoriedad. A lo arbitrario. A no saber por qué, ni cómo ni cuando. A ser encarcelado hoy y rehabilitado mañana.
El autor comprime siglos de historia, tradición y filosofía en apenas una década. Y a eso suma una radiografía increíble de una sociedad que se mueve, que evoluciona, que piensa y sufre. Con una jerarquía imposible de entender. Con auténticos apuros para alimentarse, para conseguir carne. En el que la convivencia, a ratos, se vuelve difícil. Una mezcla complicada de modernidad y respeto por el pasado.
Con una población temerosa y respetuosa ante la autoridad, pero conoce mil y una forma de burlar sus imposiciones. El padre, para poder cumplir la promesa, tiene que hacer auténticas virguerías. Preparar, con años de adelanto, el proceso. Por ejemplo, consiguiendo algo tan sencillo como un ataud. Es imposible comprarlo, así que tiene que contratar a dos obreros y pagarles en comida, bebida y tabaco para que lo hagan. En secreto, para que nadie lo vea.
O sobornar a decenas de tíos y tías para que le ayuden con la logística. Alguien con un camión. El primo de un amigo que conoce a alguien que puede conseguir un tren. Al jefe del pueblo, para que reserve un buen lugar en el cementerio y cuide de la tumba. Casi a los vecinos, que durante años conviven con un féretro vacío en el salón de la casa.
Es también una narración increíblemence cercana, que nos sumerge en la atmósfera del barrio, en los olores de la cocina. Que nos hace odiar a suegra y nuera y desear lo mejor para ambas. Que te ahoga por la falta de espacio y te libera por el optimismo resignado de los protagonistas.
Wenguang cuenta la historia de una decepción, el pasado de una ilusión. Según pasan los años, sus padres, él mismo, pierden toda posible ilusión con el comunismo, con el Partido, con el sistema. Él, elegido para una escuela de idiomas, tiene la oportunidad de ver, de comparar. Incluso de viajar a Reino Unido para mejorar su inglés. Él, que será el encargado en el futuro de traducir para los líderes máximos. Su padre, entre lágrimas, todo lo que le pide durante años, cuando crece y va a la Universidad, es que no se meta en líos, que no arruine su futuro y el de la familia. Sobre todo, que no traicione a su país, que vuelva cuando sale.
Wenguang descubre la verdad cuando pise Inglaterra. Descubre que los europeos no son pobres, que no se pelean por la comida. Sino todo lo contrario. Tarda días en recuperarse de la imagen tras la primera visitar a un supermercado. Entiende las bondades de la libertad, del dinero, de la democracia. Pero aun así, se resiste. El peso de la tradición es grande, y se une a asociaciones de estudiantes de izquierdas para defender un comunismo en el que en realidad no cree, nunca creyó.
Un libro que merece la pena en épocas de turbulencias, de dudas, de promesas. Para saber lo que hasta antes de ayer ha sido. Lo que todavía es en algunos sitios. Lo que puede volver a ser.
Deseábamos tanto creer que todavía era posible vivir de las ideas, excepto cuando deseábamos con todas nuestras fuerzas creer que ya no era posible, pues entonces el fracaso, cuando lo consiguiéramos, ya no sería nuestro, ni provocado por la falta de disciplina o talento, ni por el hecho de que en el fondo no deseábamos las cosas con tanto empeño como pensábamos.
Lo cierto era que estábamos llegando rápidamente –y probablemente ya habíamos llegado- a esas edad en la que ya no tiene sentido hablar de “promesa”. Fue más o menos en esa época cuando le comenté a Max que, consiguiéramos lo que consiguiéramos, ya nadie diría: “Es tan joven…”.- Habíamos dejado atrás la precocidad.
– Después de los 28, dije con tristeza, se te juzga por tus propios méritos.
– A no ser que mueras, me corrigió Max. Entonces todos dicen: “Era tan joven…”.
—-
Christopher R. Beha: «Qué fue de Sophie Wilder«. Libros del Asteroide, 2014, página 15
– Historión: «The Plot from Solitary«. How four alleged leaders of rival gangs launched a hunger strike 30,000 strong. Was the prison system that corralled them not strong enough, or is solitary confinement an impossible idea?
– Y hay que leer esto: «The Murders Before the Marathon«. Waltham, September 11, 2011: Three men, throats slit, cash and drugs left on the bodies. Two years later, two dead suspects: Tamerlan Tsarnaev, and a friend who the FBI says was about to confess. One haunting question: Could solving this case have prevented the Boston Marathon bombings? Vía Manel Gozalbo. (ojo, hay un par de fotos duras).
Lo bueno de tener un blog es cuando alguien confunde lo que haces con periodismo puedes corregir el error con facilidad y señalar la dirección correcta.
Alberto Rojas y Raquel Villaécija están empeñados en reconociliarme con la profesión. Lo hicieronen verano con Las cicatrices de Ruanda. Y lo han repetido ahora desde el Congo. Hay poco que pueda decir, sólo darles las gracias.
El ajedrez se presta a las mejores historias literarias. Lo tiene todo. Inteligencia y belleza, pasión y locura. Genios, genios despistados y genios locos. Tiene violencia y juego limpio, odios y amores. Tiene Guerra Fría y guerras calientes. El ajedrez es la vida misma.
Hay miles de relatos fantásticos. Aquí, en español, van unos cuantos, sin ningún criterio en particular salvo el estético.
– E. J. Rodríguez tiene dos series maravillosas en ot Down que son de obligada lectura.
– «Capa, hijo de Caissa«. Una larga y estupenda de Guillermo Cabrera Infante sobre su compatriotra Capablanca. Persona, vistosa, literaria, magnífica. Publicada en Alfaguara, en «Vidas para leerlas». Y que me descubrió, hace muy poco, El Guardián.
– Una obligatoria en toda recapitulación: «Novela de ajedrez«, de Stefan Zweig, la primera que descubrí, hace años. La edición de Acantilado es estupenda.
– Nadine Gordimer, que fue su amiga durante décadas, en el New Yorker: «Mandela, My Countryman«. Sorprendente lo que cuenta sobre el dolor de Mandela al salir de prisión y descubrir que su mujer tenía un amante.
– El obituario del New York Times lo firma Bill Keller, ex director del periódico (que fue corresponsal en Sudáfrica a principios de los 90): «From Rebel to Prisoner to President «.